Los pájaros cantaban distinto aquel día. Santosa Ayma Cáceres los escuchaba mientras caminaba entre las cenizas de los árboles, con el corazón encogido, como el bosque mismo. Durante un mes y medio, el fuego había avanzado sin control por las laderas de Rontoccocha (Apurímac), en el sur peruano.
Nadie llegó a tiempo. No hubo brigadas contra incendios, tampoco apoyo del Estado.
“Al tratar de defender nuestros bosques nos quemamos las manos”, recuerda Santosa, lideresa de la comunidad campesina Santa Isabel de Caype, en el distrito de Lambrama. “Y al oír ese canto tan triste de las aves, nosotros también lloramos”.
No hay cifras oficiales de la magnitud del incendio forestal de 2023. Pero Santosa calcula que el fuego devoró kilómetros de este paisaje altoandino hasta volverlos humo. “Era un panorama muy desolador para todos”, asegura. En medio del desastre, entonces, tomó una decisión: reforestar el bosque nativo. Revivirlo desde las raíces de la mano con su comunidad. “Era vital para que no nos falte el agua”, explica.
Foto: Diego Pérez / SPDA
Rontoccocha está en la sierra sur del país, a más de 4 mil metros sobre el nivel del mar, en una geografía que Santosa describe como “un papel arrugado”: cerros elevados con rocas sueltas, pendientes que se doblan sobre sí mismas. Pero dentro de ese paisaje hay un ecosistema lleno de vida. “Tenemos nuestros bosques nativos, nuestras lagunas, nuestros ojos puquiales”.
Desde una de esas lagunas, la propia Rontoccocha, fluye el agua potable que abastece a casi un tercio de la población de Abancay, la capital de Apurímac. Esa agua depende, en gran medida, de dos especies árboles andinos que resisten el frío extremo, capturan la humedad y sostienen un equilibrio cada vez más frágil: las uncas (Myrcianthes oreophyla) y las queñuas (Polylepis spp.).
Son árboles endémicos de los Andes peruanos que crecen aferrados a las laderas. Debajo de sus ramas se forman colchones de musgo o “colchones de agua”, como los llama Santosa, donde brotan hongos, plantas aromáticas y raíces comestibles. Entre sus troncos retorcidos, anidan pájaros, como el cuculí, el colibrí y la perdiz.
“La unca es la planta nativa de nuestros antepasados. Es el legado que nos han dejado en sus lugares”, dice Santosa. Se refiere a un árbol de ramas blancas y retorcidas que puede alcanzar los 15 metros de altura. Se sabe que los incas usaban su madera para tallar keros, vasos ceremoniales; y sus flores, para medicina y decoración. La queñua (Polylepis spp.), por su parte, es una especialista del frío que puede, incluso, sobrevivir cerca a los glaciares a 5 mil metros de altura con sus hojas cubiertas de finos pelos.
Ambas especies nativas regulan el clima, previenen la erosión de los suelos y almacenan grandes cantidades de agua que, tras filtrarse por la tierra, alimentan manantiales. Son, en esencia, sembradores de agua.
“En estos últimos tiempos se ve la escasez de agua en nuestro paisaje”, dice Santosa. “Las lagunas se están secando. Y el agua es vida. Por eso reforestamos nuestros bosques”.
Hasta ahora, su comunidad ha sembrado 12 mil plantones de queñua y está evaluando hacer lo mismo con la unca. A diferencia del eucalipto, un árbol de queñua necesita apenas el 5 % de agua para crecer, según el Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre (Serfor).
“Nuestra idea es reemplazar, poco a poco, los eucaliptos por nuestras especies nativas. El propósito es que haya agua para nosotros y para los demás. Ese es nuestro compromiso, para que a futuro nuestros hijos no sufran”.
El bosque que Santosa y su comunidad reforestan forma parte de la propuesta de Área de Conservación Regional Rontoccocha, la primera en la historia de Apurímac. Esta área natural protegida, impulsada por el Gobierno Regional de Apurímac con el apoyo de Conservación Amazónica (ACCA), la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental (SPDA) y el financiamiento de Andes Amazon Fund, busca conservar más de 40.277 hectáreas que albergan 109 lagunas, 69 bofedales y seis bosques nativos.
En estos paisajes se han registrado al menos 138 especies de fauna silvestre y 154 de especies de flora. Algunas están en peligro de extinción, como el cóndor andino (Vultur gryphus), el gato andino (Leopardus jacobita) y el churrete real (Cinclodes aricomae).
Rontoccocha también alberga siete especies de aves emblemáticas de Apurímac: el rayo-de-sol acanelado (Aglaeactis castelnaudii), tijeral de ceja blanca (Leptasthenura xenothorax), cola-espina de cresta cremosa (Cranioleuca albicapilla), cola-espina de Apurímac (Synallaxis courseni), canastero de Junín (Asthenes virgata), canastero de frente rojiza (Asthenes ottonis) y matorralero de Apurímac (Atlapetes forbesi).
Pero ese equilibrio está en riesgo. En enero de este año se registraron nuevos petitorios mineros en la cabecera de la microcuenca del río Mariño, de donde nacen la laguna Rontoccocha y otras fuentes de agua que son parte de la propuesta de área natural protegida. De los 25 petitorios tramitados, al menos 15 habrían sido aprobados, según medios locales.
“Debemos tomar conciencia y cuidar nuestro ambiente. El agua y los recursos naturales son parte de nuestra vida, nos cuidan, nos dan tranquilidad”, señala Santosa. “La verdad, tenemos miedo de que el agua desaparezca. ¿Qué va a pasar con nuestras vidas, con nuestro pueblo?”.